La UNR otorgó el título de Doctor Honoris Causa al Cardenal Cláudio Hummes

La ceremonia se realizó de manera virtual y se transmitió desde el canal de YouTube de la universidad. El Doctorado Honoris causa es la máxima distinción académica que otorga una Casa de Altos Estudios. El texto completo de su discurso a continuación:

Discurso del Cardinal Dom Cláudio Hummes, por ocasión de la recepción del título Honoris Causa de la Universidad Nacional de Rosario (Argentina) en el 17 de junio de 2021. 

Tengo un grato recuerdo de mi primera visita a la Universidad Nacional de Rosario. Fue en el Año 2015. El Santo Padre Papa Francisco me había presentado a Luis Liberman, del actual Instituto para el Dialogo y la Cultura del Encuentro, porque Liberman tenía una actividad en la Universidad de Rosario para la cual había pedido al Papa la participación de un representante de la Iglesia. 

En esa oportunidad, aquí en Rosario, nos reunimos también en la sede del Sindicato de Comercio. Allí, conversamos sobre las nuevas contribuciones que el Papa Francisco estaba incorporando a la doctrina social de la Iglesia. En esta conversación con los sindicalistas, yo pensaba haber comprendido también que era exactamente el “justicialismo”… aunque también me dijeron que eso… no era. Tampoco Jorge Luis Borges lo entendió, me dijo alguien… 

Hoy la Universidad me honra con el Doctorado Honoris Causa, la máxima distinción que una Casa de Altos Estudios puede brindar. Y les digo: No creo ser merecedor de tal distinción. Más bien me siento aquí con ustedes representando a las voces de los pueblos amazónicos. De los hombres, mujeres, niños y niñas de los pueblos originarios, de las riberas, de las zonas vulnerables de las grandes ciudades de la Amazonia. 

La Amazonia es determinante para nuestro planeta. Es una región que comparte con el planeta su aire, su agua, su cultura, su belleza y su función de equilibrio ecológico. Es también el lugar donde suceden los mayores desafíos sociales y ambientales, la depredación sistemática del bioma, la minería ilegal, el envenenamiento del agua y la explotación económica cruel de los más frágiles. 

La Amazonia es donde de manera estremecedora vemos los efectos del cambio climático que impactan directamente en el ciclo de las aguas sequías o grandes inundaciones, que degradan la vida de los más vulnerables, creando soledad y destierro.  Cierto es que hoy la tierra clama y los invisibles de la tierra reclaman por su derecho a existir, a ser parte, a ser escuchados y respetados en sus diferencias. 

En los últimos años, la humanidad y la Iglesia despertaron, ante las certezas de los científicos, la presión de activistas ecológicos y el clamor de los pueblos, ante el desastre ecológico global, el calentamiento global creciente, fruto del efecto invernadero, causado por la emisión de gases tóxicos, en especial el CO², a nuestra atmósfera.

La Laudato si’, del Papa Francisco, en este contexto, insiste que la crisis ecológica involucra también una dimensión social, porque todo está interconectado. En el espíritu del Sínodo para la Amazonía un refrán brasileño cantado dice “Tudo está interligado, como se fóssemos um; tudo está interligado, nesta Casa Comum”. 

La Pan-Amazonia aparece como “el” factor primordial para el  equilibrio climático del Planeta. Sin embargo, este territorio y sus pueblos originarios están hoy más amenazados que nunca, ha dicho el Papa en Puerto Maldonado. Así surgió el Sínodo para la Amazonia, en búsqueda de “nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral”. 

El sínodo alimentó esperanzas y hoy la familia humana en la pandemia de la covid 19 necesita todavía aún más de esperanza.  Este contexto global requiere múltiples análisis y el reconocimiento de dimensiones que nos permitan comprender y especialmente encontrar el sentido de las transformaciones sucedidas en nuestra historia reciente a fin de proyectar un futuro con esperanza.  Pero, en el clave eclesial no se puede comprender nuestro presente, sino recuperamos las transformaciones de la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II. Mi propia vida está enraizada a ese proceso.  Permítanme compartir. 

Nací en 1934, en Rio Grande do Sul. La nuestra era una familia de pequeños agricultores, parte de una gran colonia de inmigrantes alemanes que llegaran al Brasil en el siglo XIX. Cada uno tenía su tierra y su agua, normalmente eran pequeños ríos que pasaban y allí cerca se construían las casas de los colonos, pequeños agricultores. Eran familias muy simples, todo el mundo era simple. 

No nos considerábamos ricos o pobres. Todos eran iguales, prácticamente. Estos colonos no tenían mucha plata en sus bolsillos, pero jamás faltaba una buena comida y las cosas básicas para vivir bien y feliz. Allí en mi infancia, comienza mi vocación sacerdotal y franciscana. Desde que tengo memoria yo quería ser sacerdote, cura. 

Siempre digo que Dios puede llamar también un niño y lo hace dentro del universo del niño. ¿Cómo encantar un niño? Ciertamente, Dios usó alguna señal a través de la cual Él me llamó para esa vocación. De hecho, un día pasó por mi casa un fraile franciscano. Era la primera vez que veíamos un fraile. Él, nos encantó a todos. 

Así fue que a los 9 años decidí ingresar en la casa de formación franciscana, o sea, en el seminario franciscano, con la tranquilidad de que esa era mi vocación. Era un internado, pero muy abierto. Estuve allí ocho años. Y luego opté definitivamente por la vida franciscana. Hice el curso superior de Filosofía y Teología y después, con la edad de 24 años fui ordenado sacerdote franciscano. Mis superiores entonces me propusieron doctorarme en Filosofía en Roma. De hecho, lo logré en 1962, defendiendo y publicando mi tesis doctoral sobre la obra del filósofo francés Maurice Blondel.  

En ese tiempo, en los años 60, sucedió en Roma, en el pontificado del Santo Papa Juan XXIII, el inicio del Concilio Vaticano II, un proceso cuya energía ilumina aún hoy el debate de la Iglesia y las buenas transformaciones propiciadas por el Papa Francisco. Cómo olvidar el día 11 de Octubre de 1962, día de la apertura del Concilio, y en el inicio de la noche, el famoso discurso de la luna del Papa Juan XXIII, en la Plaza de San Pedro, al pueblo allí reunido. Con mucha emoción, la gente estaba escuchando el Papa. Él, mirando el cielo alunarado, dijo: “Uno diría que hasta la luna quiso estar aquí esta noche”. Y luego, mirando la gente en la plaza, añadió: “Vosotros, al volver a casa, se encontrarán con sus hijos. Denles una caricia, diciendo que esta es una caricia del Papa”. 

Muchos años después otro 11 de octubre en una noche sinodal – sínodo para para la Amazonía, 2019 – recordamos esas palabras bajo la misma luna. ¿Verdad, Luis Liberman, Mauricio López y Cardinal Pedro Barreto?  Volviendo al Concilio Vaticano II, él es parte de la propia historia de la humanidad, porque allí comienza la reconciliación de la Iglesia con la sociedad actual, con la modernidad, acogiendo valores que esa contiene, dispuesta a caminar juntos, respetando las diferencias. 

Hoy, el Papa Francisco ha revitalizado el espíritu conciliar, en especial a su esencia conceptual: Una Iglesia Sinodal. Una Iglesia que camina junto a sus hermanas y hermanos, una Iglesia que tiende la mano y que escucha. 

Junto a ese caminar, iniciado con el Concilio, se produjo aquí en América Latina en el 1968 la gran Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, en el que se comenzó a preguntar sobre cómo llevar la experiencia del Concilio al continente. ¿Qué es América Latina? ¿Qué quiere esa América Latina? ¿Qué predomina en esa América Latina?

Y nos dimos cuenta que la verdad de América Latina es que era un territorio que sufría tremendamente de injusticias, tremendamente explotado, donde la pobreza era constante. Y nos preguntamos por las causas, o ¿qué está por detrás de esos hechos?, porque antiguamente la Iglesia, cuando trabajaba con los pobres, no preguntaba «¿por qué son pobres?». Era una cosa que parecía ser natural que hubiese pobres. 

En Medellín comprendimos que la pobreza tiene causas, que existe una injusticia institucionalizada, que la opción por los pobres es lo que años más tarde Francisco reclama al proponer una Iglesia en salida, con pastores con olor a rebaño. 

Volviendo a mi trayectoria, en 1975 fui nombrado obispo para el ABC Paulista, en Santo André. 

Fueron años apasionantes. Allí, me di cuenta de quiénes eran los pobres y los opresores. Los de verdad, los de carne y hueso. Algo que, hasta entonces, como profesor de Filosofía, no lo daba por sentado. Era la gran zona industrial en la periferia de São Paulo, con 250.000 trabajadores metalúrgicos, sede de multinacionales y de fábricas de automóviles como la Volkswagen. 

Brasil en aquel periodo vivía bajo el dominio de la dictadura militar y cualquier tipo de movilización en defensa de los derechos de los obreros era considerado subversivo y se reprimía con la violencia. 

Son los años en que comienza a surgir la figura de Luiz Inácio Lula da Silva como gran líder sindical. Realizaba su labor en San Bernardo, distrito obrero de mi diócesis. Lo conocí en aquellos años y trabajamos juntos, porque la diócesis de San André optó en seguida por apoyar este nuevo sindicalismo que no era violento y cuyas reivindicaciones considerábamos justas. Yo a menudo acompañaba a Lula en las manifestaciones callejeras, a pesar de que los militares habían prohibido manifestarse públicamente en las calles.

Cuando todas las reuniones de los metalúrgicos fueron prohibidas por los militares, decidimos abrir las iglesias para que los huelguistas hicieran allí sus asambleas. Los militares respetaban el interior de las iglesias. Fue una buena decisión, porque así se evitaron desórdenes más graves y muertes en la calle. Efectivamente, la postura de Lula se caracterizaba por la acción no violenta. Nació entonces la “Central Única dos Trabalhadores” (CUT) y el “Partido dos Trabalhadores” (PT), que serían parte de un proceso de redemocratización del Brasil, que luego se realizaría en los años siguientes. La experiencia en medio de los obreros me sirvió mucho para mis encargos siguientes. 

En 1996 fui nombrado arzobispo de Fortaleza, en el Estado de Ceará, en la región Nordeste. Y si en Santo André había conocido la injusticia en el mundo del trabajo y la pobreza urbana de las favelas, en cambio, en Fortaleza, me encontré frente a la igualmente tremenda pobreza de los campesinos que vivían con nada. Allí trabajamos mucho. Dos años después, fui nombrado arzobispo de São Paulo. Allí, junto con mis colaboradores, encontramos a los pobres de las periferias, en especial las personas que viven en la calle: un trabajo pastoral apasionante. También en esa época fue necesario enfrentar un profundo y largo proceso di recuperación económica de la Universidad Católica de San Pablo de la cual era su Gran Canciller. 

En el 2006, el Papa Benedicto 16 me convocó a Roma para hacerme cargo de la Congregación para el Clero. Fueron cuatro años y medio en la Curia Roma, o sea, hasta octubre de 2010, cuando por motivo de edad tuvo que retirarme como pensionado.

Entonces, decidí volver a Brasil, ya pensionado, pero, con salud, con fuerza y queriendo trabajar… 

Y fue ahí, en 2011, que Dios me llevó a la Amazonía. Una gracia, que agradezco hasta hoy. De hecho, el presidente de la Conferencia Episcopal Brasileña, la CNBB, me telefoneó, ofreciéndome asumir la Comisión de Obispos para la Amazonía. Y digo “¡Claro que acepto!”. Y fui. Ahora tenía de nuevo una gran perspectiva al frente y eso para mí fue restaurador, realmente. Y ahí, como tenía tiempo, salud y recursos, dije : “voy a visitar la Amazonía”. Y fui a visitarla, porque esa comisión debía hacer una especie de puente entre la Amazonía y el resto del Brasil. 

Tuve la posibilidad de visitar 38 diócesis y prelaturas. Las de la selva, las visité todas. Fue un programa que me permitió tener un  conocimiento de la Iglesia en la Amazonía, de las comunidades indígenas y ribereñas, así también como de la realidad ecológica alarmante del territorio. 

En marzo del 2013, participé del conclave que eligió como Papa el argentino Cardenal Bergoglio, que tomó el nombre de Francisco. Acompañé de cerca el nuevo Papa cuando salió para saludar al pueblo en la Plaza San Pedro. Ya era noche. Llovía. Cuando el Papa Francisco llego a la Loggia, la lluvia paró. Él entonces dijo que los hermanos cardenales fueron a buscar un Papa al fin del mundo. Sí; era verdad. Él era un Papa de las periferias, un Pontífice que observa el mundo desde las fronteras, tal vez como Jesús miraba Jerusalén desde Galilea. Un Papa que nos invitaba a celebrar la alegría del Evangelio y que nos proponía salir generosamente de la zona de confort e ir a la búsqueda de los invisibles, de los descartados.

El hecho de que se trataba de un jesuita latinoamericano era también un hecho histórico. Cambió muchas cosas, sobre todo la auto-comprensión que la Iglesia tiene de sí misma. La Iglesia se abrió definitivamente en horizontes globales. Una Iglesia hasta entonces muy europea se siente ahora provocada a ser más global, multicultural y transcultural. Así, hoy de nuevo, con coraje y fuerza,  nos proponemos la pregunta sobre la inculturación de la fe y sobre el “sensus fidei”(el sentido de la fe de todos los bautizados) que nos guía. Por señal, la inculturación de la fe fue objeto de un fuerte debate en el pleno del Sínodo de la Amazonia. Eso derrumba muros y crea puentes. 

En Mayo de 2013, en Rio de Janeiro, durante la Jornada Mundial de la Juventud, Francisco, el nuevo Papa, nos iría decir cosas que aún hoy nos estremecen, en especial sobre la Amazonía. Él nos plantea que la Amazonía es una prueba decisiva para la Iglesia de Brasil y la sociedad brasileña. La Iglesia debe estar junto a la población, para defender la vida, las florestas, las aguas. Y Francisco comienza a hablar sobre la cuestión de una Iglesia de rostro amazónico, de un  clero autóctono y de la necesidad de relanzar la Iglesia en la Amazonía. 

¿Qué quiere decir el Papa con eso? Que actualmente, en la Amazonía, la Iglesia tiene dificultad de mostrar un rostro amazónico, que la Iglesia en Amazonía tiene un rostro demasiado europeo. Por ejemplo, la ciudad de Manaos y la Iglesia en Manaos  tienen un rostro muy semejante a la ciudad de San Pablo y a la Iglesia en San Pablo. Pero, no puede ser de este modo. La ciudad de Manaos no puede ser una reproducción de San Pablo e ignorar que ella misma está en la selva amazónica. Ni ignorar o considerar la selva una enemiga: la selva y también sus poblaciones originarias y ribereñas. Manaos tiene que verse como una megalópolis en la selva y para la selva, o sea, la selva debe ser vista y integrada como elemento componencial de la esencia y vocación de Manaos, de su Iglesia, su cultura y su gente. 

Volviendo a las marcas que el Papa Francisco imprime hoy en la familia humana y en la Iglesia, él me impresiona mucho. Lo resumiría con esas palabras, como si fuesen dichas por el papa Francisco mismo: «Es preciso que caminemos. Es preciso levantarse y caminar, no quedarse sentados, acomodados, pero caminar a un futuro, sin miedo de lo nuevo que está al frente. Caminar junto con las otras Iglesias y religiones e inclusive con los pueblos, con la humanidad. Debemos aprender a caminar y a caminar juntos, como hermanos y como amigos, no como en conflicto, compitiendo entre nosotros, o atacándonos, o descartándonos unos a otros en la caminata, no, en la caminata debemos caminar juntos como amigos y como hermanos, respetando nuestras diferencias». 

Eso es otro modo de ver la Iglesia. Es una Iglesia que quiere caminar junto, una Iglesia que no está allí para condenar el mundo. Ya Jesús decía, «Yo no vengo a condenar el mundo, yo vengo a salvarlo, no a condenarlo». Después, además, una Iglesia pobre para los pobres, y ahí viene de vuelta que la gran cuestión latinoamericana son los pobres. 

En esa perspectiva, un año después de la visita de Francisco a Brasil nos atrevimos a crear la Red Eclesial PanAmazónica (Repam). La amada Repam que hoy, siete años después vive, celebra y crece como parte de una Iglesia integrada en el territorio. Esa Repam  que entre el 2017 y el 2019 trabajó incansablemente para implementar el Sínodo para la Amazonía, un sínodo que buscó para la Amazonía “nuevos caminos para la Iglesia y para la ecología integral”. Esa Repam que construyó una consulta pré-sinodal a casi 100.000 personas para que el Instrumento de Trabajo que se utilizaría en el Sínodo tuviera todas las voces, todos los colores, todos los sueños, todas las tragedias de la Amazonía y de su gente y la certeza profunda de que el bioma amazónico es el laboratorio para repensarnos como humanidad el destino de nuestro planeta. 

Y aquí navega la Repam, a la luz del Espíritu Santo, luego de 7 años de presencia y servicios, de consuelo y aprendizaje, de encuentro con la tierra, la cultura y la identidad. En estos años la Repam ha crecido desde la raíz y extiende sus brazos al encuentro de los invisibles de la tierra. En cada comunidad, en cada pueblo, en los ríos, las riberas, la bella y extensa geografía amazónica, con su cultura ancestral, con sus saberes mestizados, la Repam recoge el testimonio de la vivencia, la experiencia del sufrimiento, el dolor, la alegría y propone trabajar la esperanza. La Repam se convierte en una discípula que aprende de todas las voces y propone en el encuentro la cooperación y la solidaridad. 

Son siete años, tan cerca y ya tan lejos del inicio, con la certeza de que esta navegación tiene una interminable sucesión de puertos, situados en el territorio y en las instituciones.  La navegación es interminable, mientras las redes de los pescadores buscan el alimento, las mujeres recolectan los frutos de la selva, los niños y niñas juegan en un paisaje amenazado. 

Esta Repam crece y se hermana hoy con la Ceama (Conferencia Eclesial de la Amazonía). Conjugadas se nutren y nutren el proceso desencadenado por el Sínodo y proponen a toda la Iglesia salir al encuentro, no quedarse en la conformidad y el confort de la meta alcanzada. En definitiva, cada meta es un puerto más de la navegación. 

La Encíclica Laudato Si’, la agenda 2030 de Objetivos del desarrollo sostenible de las Naciones Unidas y los acuerdos de la COP 21 de Paris nos mostraron un mundo que lentamente coincidía en una premisa concreta, a saber: Si no ponemos la decisión en el cuidado de la Casa Común, si no participamos en la propuesta de un sistema económico justo y sostenible, será muy tarde para el futuro del planeta. 

Las crisis climática y ambiental aumentan las desigualdades. El 2015 de la encíclica Laudato Si’ y de la COP 21 nos mostró en su mayor crudeza que la crisis es grave y urgente. 

Grave porque realmente el planeta no aguanta más. Urgente porque eso tiene que ser hecho en este siglo, porque si no será demasiado tarde. Laurent Fabius dirá en la COP 21 «Más tarde, demasiado tarde». No podemos llegar más tarde, no podemos “hacer” más tarde, hay que hacer ya, es urgente, porque si no será demasiado tarde. Se dijo que en la COP 21 no se salvó todavía al planeta, pero se salvó la posibilidad de salvarlo. Y esa visión fue anticipada por Francisco en Laudato Si’. El mismo cuenta en “Soñemos juntos” que Segolene Royal le manifestó la importancia de la encíclica para el éxito de la cumbre en Paris. 

Es preciso dar una conciencia diferente a la humanidad y eso significa combatir también la ideología neoliberal de espíritu tecnocrático, depredatorio y colonialista. 

La tecnocracia está en el corazón de la ideología capitalista y significa usar la tecnología que se tiene sin importar la muerte del otro y la destrucción de la naturaleza, poniendo en riesgo el futuro del planeta. Eso es inaceptable. Tiene un costo inaceptable. 

Entonces volvemos a un signo marcado por estos tiempos: La esperanza! La pandemia mostró como nunca la naturaleza inmoral de las desigualdades. Más allá de la presencia totalizante en los medios de comunicación, los problemas estructurales de la humanidad siguen siendo una alerta. 

La crisis climática acelerada por la destrucción de biomas, tan irresponsable como planificada, altera el ciclo del agua y pone a la luz los efectos discriminatorios de la economía extractivista que para perpetuarse necesita del estigma del otro. 

Vamos en busca de una sociedad de prójimos, una sociedad del “nosotros”, donde reconocernos. Es una concepción ontológica de lo humano del hombre y es una condición de existencia. Simple, es como tender la mano a la espera de la otra mano y en el encuentro, el reconocimiento del “nosotros” como prójimos, de los que no tienen, de los vulnerables, de los pueblos originarios, de las mujeres. 

Nosotros creemos y trabajamos por una Iglesia inculturada en las comunidades del territorio amazónico. Es la prédica del sínodo de la Amazonía. Nosotros, una Iglesia que aprende, que testimonia, que consuela y que se indigna. Si, se indigna y levanta la voz ante la mayor opresión, el etnocidio y el ecocidio. Se indigna ante la destrucción de la naturaleza, la belleza de la creación. Se indigna ante el negacionismo y la meritocracia sanitaria ante esta crisis creada por el Covid que distribuye vacunas primero en los países ricos y luego al final en los países pobres. 

En este contexto, es importante retomar el eje recorrido desde  Laudato Si’ a Fratelli Tutti y entender la necesaria construcción de modelos de pensamiento que confluyan en la conversión ecológica y la buena política. 

Una pedagogía del cuidado de la casa común no es una mera enunciación de lo que queremos hacer mientras hacemos algo opuesto, algo distinto. Una pedagogía del cuidado es aquella que crea conciencia de mis posibilidades en el escenario de mi comunidad, de mi pueblo, de mi tierra. Una pedagogía del cuidado se asocia a una economía de metas transgeneracionales, respetuosa del ambiente. 

De esta manera se recompone lo humano por sobre el fragmento. Mi existencia personal solo es posible con la existencia del otro. Pasamos de ser próximos en el espacio anónimo a prójimos en una comunidad que se reconoce multicolor en las diferencias, pero suma, multiplica, asocia. 

Una pedagogía del cuidado no sucede sin la voluntad de escuchar. Es el dialogo en su máxima esencia. 

Nuestra tierra herida debe sanar. Esto no es un acto mágico. Es una acción consciente y del espíritu que se vuelve visible frente a las “heridas y dolencias que caen en nuestra casa común, constantemente amenazados por la acción sin escrúpulos de madereros, mineros, y terratenientes y otros defensores de un desarrollo que desprecia a los derechos humanos y los de la madre tierra”, dice el papa Francisco, “las heridas causadas a la madre tierra también nos sangran (…)”. 

No podemos restituir la normalidad, perdida en la pandemia, para ampliar las condiciones inequitativas que componen nuestros problemas estructurales. Pero si aceptamos que nadie se salva solo, que todos estamos en la misma barca, entonces nada más que la confianza, el conocimiento, la fe y el dialogo serán la condición indispensable para un nuevo reinicio. ¡No dejemos que nos tomen la esperanza! 

Muchas gracias.

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